Basta ver las imágenes del fotógrafo palmero Abián San Gil que ilustran el libro para comprobarlo. Los casi 90 días que ha estado escupiendo lava y gases el Cumbre Vieja han dado imágenes soberbias, siempre y cuando —obvio— el ojo que hay detrás del objetivo tenga la sensibilidad de captarlas. Por fortuna, ese es el caso de Abián. El corazón trazado por alguien sobre la lava que mancha un patio, los colores vivos del parchís (amarillo, rojos, azules) de las casas palmeras en contraste con el polvo negro que casi las sepulta, la furia de los piroclastos saliendo del cono mientras iluminan la noche isleña, el abrazo de consuelo entre dos vecinos que lo han perdido todo, el columpio oxidado y solitario sobre un manto negro de cenizas o cientos de zapatos sobre las sillas de un polideportivo donados —imagino— para calzar a los que tuvieron que salir de sus casas sin recoger nada. Son fotos conmovedoras que impactan en el corazón por lo que representan y porque nos recuerdan que este fenómeno de la naturaleza y sus consecuencias están ocurriendo ahora mismo y no en una remota isla asiática, sino en una de las nuestras.