El sol se da por vencido, hasta mañana, y pinta con tonos más rojizos las estatuas de Ramsés II, El Grande. Siendo figuras sedentes miden veinte metros de altura y sus caras se extienden por otros cuatro metros. Esos cuatro rostros, repetidos y nunca iguales, insinúan una leve sonrisa. No se trata de una nostalgia de la Gioconda. Es la ironía pétrea de un hombre que quiso ser un dios, y no cualquiera sino el supremo Ra.