La pequeña república de Georgia, situada al sur del Cáucaso —ese lugar estratégico del globo donde nunca sabes si termina Europa o empieza Asia—, con una extensión algo menor que Castilla-La Mancha y de religión mayoritaria cristiana ortodoxa, se sintió históricamente más afín y cercana a Europa que a Asia. Pero desde que en 2008 los tanques de Putin entraran en su territorio para ayudar a las regiones secesionistas de Osetia del Sur y Abjasia a independizarse, ese sentimiento paneuropeo se ha convertido en una obsesión nacional.