El emplazamiento geográfico de Cannes, a medio camino entre Saint-Tropez y el Principado de Mónaco, en la Costa Azul francesa, parece un decorado de película. Una bahía en la que casi siempre luce el sol entre dos colinas, la Cruz de los Guardias al oeste y la de California al este, ambas comunicadas por el cinematográfico bulevar de La Croisette. Paseo que discurre en paralelo a las playas de arena dorada en las que se disponen en perfecto orden de revista tumbonas y sombrillas rayadas. De fondo, tierra adentro, los Alpes Marítimos. Esta ubicación es tan atractiva como segura, por algo ligures y romanos se asentaron en este lugar y repelieron los ataques de los piratas desde el mar. El mismo mar que proveía de alimento a los pescadores que hicieron de Cannes su villa y que baña la vecina isla de San Honorato, en la que vivía una comunidad de monjes. Los monjes ahí siguen, los que se han mudado han sido los pescadores, y su hueco lo han ido rellenando aristócratas, burgueses y millonarios de todo el mundo.