He llegado muchas veces sola y borracha a casa. De adolescente, de joven adulta y de señora entrada en décadas. De soltera, casada y divorciada. Incluyendo un control de alcoholemia la mismísima madrugada del Día de la Madre del año pasado que pasé rezando para que el gin tonic hubiera bajado lo justo para pasar el corte del chisme que me puso a soplar un chaval que podría ser mi hijo y no tuvieran que venir las mías a buscarme. Lo pasé, gracias. Menudo ejemplo de madre, pensaría el benemérito al darme vía libre. Sí: nadie es perfecto, ni perfecta. Pero, salvo en la irresponsabilidad al volante, pienso reincidir en mis costumbres. Volveré a llegar sola y borracha a casa. Nunca, ni en mis mejores años, tuve por ello más problema con un varón que algún rebuzno no solicitado. Pero demasiadas los han tenido muy graves y los siguen teniendo. Por eso, y porque tengo dos dedos de frente, entiendo el sentido del lema del anteproyecto de ley de libertad sexual que ha sacado demasiado pronto, mal y nunca el Gobierno.