Cuando están sobre el escenario, iluminados por los focos, los músicos parecen deidades intocables. Seres superiores ajenos que han bajado durante un rato para compartir sus dones con multitudes anónimas. Pero lo cierto es que, aunque no lo parezca cuando acaparan toda nuestra atención, son tan mortales como cualquiera. Y de hecho, en ocasiones, el público pasa súbitamente de la adoración al odio por los motivos más insospechados.