La única persona a la que he tocado desde hace una semana es mi hija de dos años. Cada selfie que hago de nosotras dos es una fotografía en la que se me ve tratando de inhalarla. Las calles están vacías, las sirenas de ambulancia son constantes, el brillo del sol es insultante. Al otro lado de nuestras ventanas, la ciudad está quedándose sin respiradores. Las tiendas tienen en sus escaparates carteles que parecen sacados de las películas apocalípticas que me encantaban cuando pensaba que eran metáforas, y no profecías: “Debido a la epidemia de COVID-19, estamos cerrados indefinidamente”. Mi hija y yo no hemos salido del apartamento desde hace cuatro días, desde que empecé a tener síntomas.