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Pollock y la conspiración contra el comunismo

Antonio Saura no tenía en un altar a Jackson Pollock. Lo consideraba más un hermano. Aunque no llegaran a cruzarse en vida, el español definió el impacto del vértigo y la velocidad del gesto del pintor de Wyoming (EEUU) como “ecos fraternales”. Admiraba de Pollock el cuestionamiento de la destreza en la que metió a la pintura. Parecía que ya no hacía falta la pincelada, que lo propio de los pintores había saltado por los aires. Que cualquiera podría, con un poco de práctica, hacer “churros y salpicaduras y madejas de pintura líquida”. Que el aforo de la pintura había sido abolido de una vez por todas. “Algunas veces utilizo el pincel, pero otras prefiero recurrir a los palos. En ocasiones, incluso, vierto la pintura tal y como sale del bote”, dijo el pintor. Y sin embargo, sin pincel en contacto con la superficie del lienzo, Pollock recordaba en sus entrevistas que controlaba, que sabía lo que hacía porque sabía lo que buscaba, aunque el camino para lograrlo fuera absolutamente intuitivo. En una de las conversaciones que mantuvo con el crítico que afianzó su proyección, Clement Greenberg, le reconoció lo siguiente: “No sé de dónde vienen los cuadros; vienen, sin más”. Surgían.

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