Los artistas pop nacieron para estar en nuestros pechos, estampados en camisetas. Derribaron el muro que separaba la publicidad del arte y el producto de la obra maestra. En definitiva, la alta de la baja cultura. Arte para todos los públicos, pero no para todos los bolsillos: fueron más populares en sus referencias que en sus precios. Roy Lichtenstein creó imágenes directas e inmediatas, a partir de los asuntos más insignificantes. Retóricas de lo cotidiano capaces de producir belleza en un mundo (el del producto) incapaz de producirla. De ahí su admiración por la extrema sencillez de la propuesta de Piet Mondrian. En 1964 el artista norteamericano hizo una copia de las composiciones del neerlandés –en la obra Non-Objective I–, pero incluyó su firma personal: rellenó con puntos de plantilla Ben-Day algunos de los rectángulos. Parodiaba a quien admiraba. Desde ese momento la paleta del artista se limitó a los colores primarios que usó Mondrian, también en sus famosas versiones de las viñetas subidas a lienzo. Frente a los dilemas y al melodrama existencial del expresionismo abstracto, Lichtenstein contestó a la pompa trascendental de artistas como Rothko, quien curiosamente también adoraba a Mondrian, de quien dijo que era “el artista más sensual”.