En el edificio de enfrente hay una chica que nunca aplaude a las ocho desde su balcón ni golpea cacerolas a las nueve ni canta Resistiré en ningún momento del día. Desde mi ventana, le veo la espalda y la pantalla del ordenador, que, por su carácter de elemento fijo en la escena, cuenta como parte de su cuerpo. Igual está afrontando todo este espanto desde la introspección. En eso la entiendo. La tarde en la que supe del primer ser querido que esperaba cama en una silla del hospital 12 de Octubre tampoco tuve ganas de aplaudir a los sanitarios. Tuve ganas de rezarles. Pero me temo que lo que le pasa a la vecina que mira la pantalla mientras a sus espaldas se desata la ovación colectiva, que en el madrileño barrio de La Elipa es intensa, es que está teletrabajando a todo gas. Paradójicamente el ritmo de trabajo se ha intensificado para mucha gente cuya labor está muy alejada de los sectores imprescindibles en estos tiempos de emergencia sin precedentes.