Voy a empezar con una historia. Es cortita. Sucedió el verano de mis once años, cuando viajaba por primera vez al Reino Unido para aprender inglés. Como me negaba a asistir a un colegio en pleno julio, me asignaron un hogar sin hijos en un plácido suburbio residencial de Londres en el que vivía la pareja de jubilados compuesta por Alfred y Jean Bracknell. La tarde misma de mi llegada, no bien empezaba a caer el sol, Jean se sentó frente a mí en el sofá del salón y se sirvió una copa de jerez del tamaño de algunas peceras domésticas, para mi absoluta perplejidad. Mientras me preguntaba por mis aficiones y decidía mi horario de comidas, Mrs. Bracknell ingirió no menos del doble de la dosis máxima recomendada por nuestro Ministerio de Sanidad. Y lo hizo sin mover una pestaña.