Y después de uno de esos viajes que te llevan a dibujar una línea imaginaria alrededor de la Tierra, un vuelo que la había depositado en la admirablemente brillante ninguna parte de un aeropuerto a primera hora de la mañana, la viajera tomó otro vuelo, alrededor de mediodía, y continuó su viaje. Pasó seis horas en ese segundo avión, aunque podrían haber sido 16; diferenciar ambos vuelos resultaba complicado en aquel universo suspendido. Su reloj de pulsera decía una cosa, su calendario otra distinta y su cuerpo, víctima del jet lag, una tercera. Finalmente, hacia mediodía, el avión inició su descenso, y la viajera pudo ver desde el aire lo que se asemejaba, en casi todos los aspectos, a una metrópoli al uso: el nudo de carreteras acostumbrado, los parques alargados, la repetición de rascacielos. Le recordó, a la manera en que solían hacerlo las vistas aéreas, aquello que su madre le había explicado una vez sobre el colapso de estrellas gigantescas, que podían reducirse hasta alcanzar un ancho no mayor que el de una ciudad. A juzgar por la distancia recorrida, la viajera bien podría haber dado la vuelta al mundo y estar a punto de aterrizar en el lugar del que procedía. Pero algo en lo que veía la convenció de lo contrario: la inmensa ciudad era circular, y la maraña de autopistas se desanudaba en el centro, dando lugar a lo que parecían carreteras de salida, similares a los radios de una rueda. Supo, por tal singularidad cartográfica, que había llegado, y aquella era su primera vez, a la ciudad de Reggiana.