A Solange Kabuo le gustaba la vida que los rebeldes le arrancaron. Estaba enamorada de un pastor evangelista con el que había tenido cinco hijos. Después de pasar las mañanas en el huerto familiar, casi siempre encontraba tiempo para charlar con sus amigas. En Bunyakiri, una ciudad pequeña en el este de la República Democrática del Congo, los problemas de Kabuo solían llegar de noche. En ocasiones, el estruendo espeluznante de la guerra la despertaba en medio de la oscuridad. Cuando escuchaba disparos o bombas, su marido la tranquilizaba. No tenían por qué asustarse porque su casa era un lugar seguro. Los grupos armados luchaban en los pueblos, a muchos kilómetros de distancia. Eran ruandeses: los mismos milicianos que, tras matar a al menos 800.000 personas durante el genocidio contra los tutsis de 1994, se trasladaron a las entrañas del Congo.