A Alberto Olmos le va la marcha —si todavía rige expresión tan antigüilla—, y en esa flaqueza residen tanto las gracias como las desgracias de su personaje. O dicho de otra manera, la compulsión de llevar la contraria a todo tren anega demasiadas veces en esforzadas justificaciones su insubordinación contra los mantras de la izquierda cultural, política y sociológica en la que se inscribe con alardes de independencia. La antipatía de su personaje es programática y hasta previa a la materia de la que se ocupe, pero eso no impide que con mucha frecuencia sus salidas de pata de banco acierten al señalar las contradicciones, inconsecuencias y absurdos de la vieja nueva izquierda. Olmos zarandea su superioridad moral y sermoneadora con ánimo boxístico en los artículos de Cuando el Vips era la mejor librería de la ciudad —la inmensa mayoría publicados en los últimos cinco años en El Confidencial— y más tibiamente en el relato autobiográfico Irene y el aire: ambos libros están dedicados a la memoria de su hermano Héctor, como si naciesen del mismo dolor.