El viernes 11 de septiembre, a las 21.00 horas, minuto arriba, segundo abajo, íbamos lanzados a casa con mis dos dependientes (bebé de 8 meses y perro de 7 años). Miguel recibe una llamada y cambia la cara, el perro ladra, el niño llora y yo me desespero. La llamada a horas intempestivas es de la responsable de la escuelita infantil a la que va Juan. Una semana. Una semana ha tardado la llamada en llegar: el rayo cae, el miedo invade y la ansiedad me cubre como manto la espalda de coplera. Permítanme que emplee un tono a caballo entre el estrés psicológico y la jocosidad profunda. Yo soy de la escuela de “al mal tiempo buena cara” o “ríe para fuera y llora para dentro”. Y, efectivamente, en la escuelita de Juan Fernández lo que había entrado era el coronavirus.