Las veces que me preguntaron cuál es el primer recuerdo incisivo de mi primer viaje por Latinoamérica, de mochilero, siempre aparecen dos momentos precisos en mi mente. No son recuerdos irrefutables, hay jirones del tiempo en sublimación. A veces abordar los inicios resulta en recuerdos apócrifos, pero si lo intento, cada vez que lo intento, puedo reconocer dos lugares —dos momentos precisos—al comienzo de mi peregrinación herética por Sudamérica: la tarde en estado de oxidación sobre un puente sucio y los olores agrios gravitando alrededor del hito despintado de Argentina/Bolivia. Luego, un hotel barato frente a la terminal bimodal de Santa Cruz de la Sierra, y el ventilador que giraba chirriando a las cuatro de la madrugada.