Uno de los principales indicadores para el seguimiento epidemiológico es la incidencia de casos infectados detectados. Y tan importante o más que su magnitud en un momento dado es su tendencia. ¿Los contagios aumentan o disminuyen, y a qué ritmo? Por ello es de gran relevancia no solo cuántos casos se detectan, sino también cómo se distribuyen a lo largo del tiempo. En la fase inicial de la COVID-19 las autoridades sanitarias no se solían complicar: fecha en la que les fue notificado un caso, fecha con la que se registró, independiente de si había sido diagnosticado ese mismo día o hacía una semana, y sin tener en cuenta el tiempo que el infectado llevaba ya con síntomas, si es que los tenía. Este retardo hasta la notificación del caso, que además varía mucho según las circunstancias (la saturación del sistema sanitario, la agilidad e informatización del centro que lo registra, etc.) da lugar a una serie temporal desfasada frente a la evolución sanitaria real y sujeta a distorsiones burocráticas debidas al proceso de notificación, ajenas a factores epidemiológicos.