Si Adolfo Suárez desempeñó un rol tolerante y ecuánime en la Transición quizá se debió en parte a la piscina de la casa que se construyó en Ávila en los setenta. Experimentó, probablemente, un dejarse llevar por el murmullo de los cipreses y el graznido de los jilgueros mientras negociaba la legalización del partido comunista y contenía a las facciones más radicales del recién disuelto franquismo. En el verde del jardín y el gris áspero de la piedra, el presidente encontraba el equilibrio requerido para dar con las palabras adecuadas con las que convencer a militares, banqueros y estadistas forzosos de que el futuro del país no se sostenía en himnos castrenses, sino en las voces conciliadoras de Bob Dylan, Van Morrison, Cat Stevens y Carole King, que hoy suenan en las hamacas que rodean su piscina. El agua de Adolfo, el césped de Adolfo, el porche de Adolfo, el despacho de Adolfo.