Hace ya unos años mi mujer y yo fuimos a visitar tu tumba, en el nuevo cementerio judío de Praga. Estaba llena de humildes ofrendas llevadas por tus lectores: velas, flores y esos papelitos doblados en que los judíos anotan sus demandas, sus plegarias y sus agradecimientos, y que dejan en las ranuras y las grietas de las piedras. Llevábamos uno de tus libros y, como no quisimos irnos sin dejarte nada, corté una de sus páginas y, tras doblarla delicadamente, la dejé debajo de una de las piedras. Esa página contenía el que puede que sea el relato más extraordinario que se haya escrito nunca, y era mi forma de agradecerte que lo hubieras escrito. En él, un hombre joven nos cuenta que vive con un animal extraño, que no acierta a definir. Herencia del padre, algo le hace hablar de él como si fuera un hecho divino. Se lo enseña a cuantos vienen a visitarle, especialmente a los niños del vecindario, que le formulan esas preguntas maravillosas que ningún ser humano podrá contestar: si existen otras criaturas así, si alguna vez ha tenido crías, si acaso morirá alguna vez. Y enseguida pasa a contarnos una de sus costumbres más extrañas. Saltar sobre su regazo y poner el hocico en su oído, como si tratara de decirle algo. Algo que no oye bien, pero que para ser complaciente hace como si lo hubiera entendido y asiente con la cabeza. El animal se pone entonces a bailotear a su alrededor, lo que le hace pensar si tal vez lo más piadoso para él no sería el cuchillo del carnicero, dudando de su capacidad para vivir en vecindad de los seres humanos.