Mi madre contaba que una vez mi padre había entrado a una tienda a comprar tela para hacerse un traje y le había dicho al vendedor: “Quiero una tela de color negro medio blanquito”. Se suponía que era una frase graciosa. A mí me parecía normal. De chica me abrumaban las cosas que no tenían matices: alguien era varón o era mujer; alguien estaba vivo o estaba muerto. En el medio, nada. Al menos una de esas opciones que se suponían únicas demostró ser falsa, pero yo me preguntaba por qué, si las cosas podían estar secas, húmedas, mojadas o empapadas; si podía chispear, garuar, llover o diluviar; si una persona podía ser esquelética, delgada, rellenita, gorda u obesa; y si uno podía estar triste aún estando contento, no había matices en las opciones mujer-varón, y vivo-muerto, entre otras. Por eso lo del negro medio blanquito me parecía correcto. A mi madre le hacía gracia. Era una mujer de pocos matices: para ella, las cosas eran lindas u horribles, perfectas o daban asco. Yo, por ejemplo, era “muy linda”. Meryl Streep era “horrible” (a mí me parecía espléndida).