En los últimos meses has llevado una vida de cuento de hadas. Es decir, zarandeada por múltiples hechizos, embrujada por un travieso duende, desafiada por mensajes imperiosos y mil peligros que conjurar. Tu casa se ha convertido en un oscuro torreón donde, prisionera y cautiva, debes afrontar pruebas imposibles. Frente al ordenador, te empeñas en terminar el trabajo antes de las malignas fechas de entrega, con las manos aún ateridas tras tender la ropa y el oído alerta al puchero que burbujea al fuego. Mientras tanto, tu hijo —por jugar, por llamar tu atención— trepa por el respaldo del asiento agarrándose a los mechones de tu melena como si fuesen cuerdas. Entonces sientes, como Rapunzel, que no puedes con el pelo. Lo sabían muy bien los hermanos Grimm: las fábulas infantiles son en realidad historias de terror.