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Estado de ansiedad

Antes de que toda España comenzara a familiarizarse con las fases de la desescalada antes de que se promulgaran siquiera, un hombre llamado Íñigo se enfrentó a su propia montaña rusa en varias fases: la primera arrancó cuando su padre, el periodista José María Calleja, ingresó en el hospital en Madrid y él se vio encerrado en su realidad de Tenerife, sin poder llevarle siquiera un libro, una ropa, un gesto. La segunda, cuando murió y él tuvo que volar a la capital a hacerse cargo de las gestiones enloquecidas en un mundo vaciado, sin abrazos. La tercera, cuando volvió a sumergirse en su soledad de Tenerife a iniciar un duelo con la ayuda, acaso, del WhasApp. Y habrá más fases, que ya saldrán, porque mientras todo esto ocurría, Rosa, una abogada de Málaga que estaba al borde de empezar a disfrutar de la jubilación con viajes, clases, charlas, exposiciones y abundante vida social, se topó de un día para otro con que alguien llamaba a su puerta y era la vejez en persona. Por otra puerta se fue la juventud de Alberto, médico madrileño que llora entre paciente y paciente y siente que esa etapa de su vida se ha ido para siempre. O Silvia, sanitaria gallega, que tira la toalla después de que el miedo la arrasara a ella y a su niño pequeño, que dejó de comer en una larga ausencia que, obviamente, no entendió. Y muchos más que irán saliendo aquí, en esta historia que intenta hilar cómo la pandemia nos ha trastocado la vida, ha sido un shock para nuestra salud mental y ha dejado un reguero de miedo, estrés, angustia, ansiedad, culpa, incertidumbre, depresión, tristeza, estigmatización y duelos que no son de nadie, porque son de todos. Y que se prolongan en una situación sostenida de la que no se ve el fin. Y no estamos locos, no.

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