En un paseo por mi barrio, el de los Austrias a cuyos habitantes el alcalde Almeida hostiga y castiga sin compasión —con ánimo no sé si dañino o sólo tonto, nos monta un belén gigante para que la gente se aglomere y se contagie bien—, me siento ante un convento. Allí está un guía con un grupito de treintañeros de aspecto normal. Les señala la fachada de la iglesia: “Ahí está la Virgen María con el arcángel Gabriel, la Anunciación, ya sabéis”. Cara de pasmo, lo cual lleva al guía a preguntar algo que tiempo atrás habría sido insultante: “¿Sabéis lo que es la Anunciación?” Respuesta unánime: “No, ni idea”. Insisto: treintañeros, no niños ni siquiera estudiantes de instituto. El guía está tentado de abandonar: “Bueno, no importa”. Se lo piensa un instante y lo intenta: “Lo de la concepción de Jesucristo, ¿os suena? A María la visitó el Espíritu Santo como paloma y así se quedó embarazada. Por eso es Inmaculada, es decir, sin mácula”. Dos o tres inquieren sin rubor: “¿Qué es ‘mácula’?” “Pues sin mancha, sin sexo por medio”. “Ah”, cae uno por fin, “sin consumación, ¿no?” El pobre guía pasó pronto a otra cosa.