En la primavera de 2020, de los balcones de la España confinada surgían aplausos a las ocho de la tarde. Los ciudadanos animaban a los hombres y mujeres que cuidaban a los que acudían en un aluvión imparable a ambulatorios y hospitales. Si tenían un respiro, esos médicos, enfermeras, auxiliares y celadores, exhaustos y desprotegidos, salían a escuchar el homenaje. A tomar fuerza. A aplaudirse. Sus días transcurrían mirando a los ojos a la muerte, siendo la única mano que sostenía a sus pacientes aislados, temiendo contagiarse —y contagiar a los suyos— de la nueva peste. Fueron los más golpeados en esos negros meses. Uno de cada cinco enfermos era sanitario. A finales de abril habían sido infectados más de 35.000.