Las palabras pueden construir casas. Erica Jong -78 años- sostuvo en pleno ímpetu carnal y sensual -en su novela de 1973, Miedo a volar (Alfaguara), y en una recopilación de sus mejores artículos traducida en 2000 por Aguilar, ¿Qué queremos las mujeres?- que la piel, y no el alma, recibe toda nuestra atención, por más que se diga lo contrario. También advirtió, a pesar del desatado y gozoso erotismo que celebran sus páginas, o tal vez justamente por eso, que muchos de nosotros necesitamos cuidar el alma. Para ella, eso es lo que hace el poeta. Lo describió sin temblar: “La gente cree que puede vivir sin la poesía. Y se puede. Al menos hasta que uno se enamora, pierde a un amigo, a un hijo o a un padre, o “pierde el camino en el oscuro bosque de la vida”. La gente cree que no necesita la poesía. Y no la necesita. Al menos hasta que caen mortalmente enfermos, tienen un hijo o se enamoran desesperada y locamente”. “Miedo a volar” es solo una de sus impagables memorias y en ella, como quien invita a casa, ella se presenta, se acerca y se expone diciendo que abandonar la poesía es destruir la soledad. Advierte –estamos en los 70- de que “el consumo más que el ruido amenaza nuestra soledad”. Hoy su discurso actualizado viene a decir que solo quien pasea sin móvil ni ipod conoce la intensidad del zumbido que puede escucharse en un bosque.