Riazor huele a mar. Las borrascas barren A Coruña y el salitre se cuela por las rendijas del campo de fútbol, al borde de la playa. Hoy, tres cuartos de siglo después de su fundación y tras varias reformas, el estadio luce más majestuoso que nunca, y dentro se siguen oyendo las olas. En sus tripas se exhiben los títulos y las hazañas. Junto al acceso a vestuarios se adivina la zona mixta, preparada como un reluciente estudio de televisión. Enfrente hay una gran pecera de cristal para que directivos e invitados puedan ver salir a los futbolistas mientras degustan empanada gallega. Todo anuncia un escenario de Primera y la sensación se multiplica al entrar al campo. Unos marcadores enormes con animaciones de los jugadores acompañan la presentación del speaker. Parece que en cualquier momento va a sonar el himno de la Champions League, pero no, no suena. En unos minutos comienza en este magnífico estadio de 35.000 butacas un simple partido de Segunda División B. El Real Club Deportivo de La Coruña, uno de los selectos nueve campeones de la Liga y el más singular fenómeno del boom del fútbol español del cambio de milenio, se enfrenta a un equipo de barrio llamado Coruxo Fútbol Club.