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El viaje inverso de la anguila

De fondo se escucha el célebre estribillo del bolero En mi viejo San Juan interpretado por varios socios que ya están con el café y las copas. Agitan sus pañuelos animadamente en gesto de despedida mientras entonan “adiós, adiós, adiós, mi diosa del mar…”. En esa misma sociedad gastronómica, ofreciendo una imagen rebosante de tradición, los miembros de otra cuadrilla de mediana edad, sentados alrededor de una mesa, esperan entusiasmados la aparición del compañero que está en la cocina. Este se presenta con una cazuela de barro humeante. El orgullo contenido le chisporrotea en los ojos cuando acomoda el recipiente con las angulas crepitando sobre un salvamanteles de mimbre tintado por la grasa. Una escena que coquetea con la desaparición, cargada de liturgia y respeto, sabiéndose los comensales privilegiados ante ese regalo de la naturaleza, inaccesible para el común de los mortales, hoy mitificado y tiempo atrás sin apenas consideración culinaria. Con todo ello, esos alevines de anguila pueden llegar a ser otra víctima más en la lista de especies extintas por obra del ser humano.

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