En Harbin, capital de la provincia de Heilongjiang, en el extremo noreste de China, limítrofe con la Siberia rusa, conocida como la ciudad del hielo porque tiene el invierno más largo y frío de todas las grandes ciudades chinas, se deberán de estar muriendo de risa al ver a media España colapsada por una nevada de medio metro y unas temperaturas de -10 grados. Ellos pasan cuatro meses con medias de -25º y semanas más fresquitas en los que el mercurio baja a -35º. A partir de noviembre, en Harbin se congela todo, menos la imaginación. Fue de lo que tiraron en 1963 para llevar adelante una idea: “Si lo que nos sobra es frío, hagámoslo un aliado para atraer turistas”. Así nació el Hā’ěrbīn Guójì Bīngxuě Jié (en español, Festival Internacional de Esculturas de Hielo y Nieve), una locura que solo podía existir en China y que el pasado 5 de enero abrió su 37ª edición, sin que la pandemia de coronavirus haya supuesto problema alguno para un evento por el que pasan unos 18 millones de personas durante los casi dos meses que tarda en derretirse.