Escribo esto diez días después de la gran nevada sobre Madrid y otros lugares, pero sólo puedo hablar de lo que veo. Al parecer Logroño o la castigadísima Toledo han sido más diligentes y eficaces. Aquí, hoy, todavía es casi imposible caminar por el centro, no quiero imaginarme cómo estarán zonas menos conspicuas. Anteayer fui al médico, tras haberse aplazado la cita dos veces, y los trayectos fueron un suplicio. Gracias a la estúpida iniciativa del alcalde Almeida, por Sol ya no se puede salir. Gracias a la no menos estúpida de la ex-alcaldesa Carmena, tampoco por Bailén desde hace dos años y medio. Ninguno se paró a pensar que, cuando hay emergencias, ir a pie o en bici es imposible. El Ayuntamiento debería dimitir en pleno, porque no es admisible que se haya cruzado de brazos en las primeras horas —fundamentales— para conceder prioridad a la multitud de descerebrados que salieron a hacer el chorras (“Ay, es que me apetece”) pese a las advertencias de peligro: resbalones (los servicios de traumatología no dan abasto), ramas y árboles (en la Cava Baja estaban derribados todos), cornisas que podían desprenderse, caedizos bloques de hielo. La Guardia Civil nos instó a quitar la nieve de los balcones en el acto: el peso podría hacerlos derrumbarse. Mi casa (de alquiler) cuenta con seis, pero hasta la medianoche no pude ponerme con un recogedor (¿quién tiene pala?) porque en la plaza y la calle había, hasta esa hora, idiotas jugando con sus perros, haciéndose selfies, cantando —aún— villancicos. No era cuestión de desgraciar a nadie con mis montículos de nieve, así que hube de hacer la operación a muchos grados bajo cero. Los quitanieves no actuaron pronto por lo mismo: había demasiada gente en las calles. Uno se pregunta: si se corta el tránsito para manifestaciones, maratones, ovejas, procesiones y demás, ¿no se puede cuando en verdad es necesario? ¿Para qué están los municipales? (PS. Una máquina, por fin, nos despertó anoche… a las 4.)