Cuando Reed Brody tenía 12 años, su hermano pequeño, Clifford, y él escribieron la Constitución de la República Libre de Brodania. Habían discutido con su padre, Ervin Brody, un húngaro que salió de su país tras la II Guerra Mundial con un lomo de persecuciones consigo por su condición de judío y un don magistral para las lenguas. La trifulca de aquel día en casa de los Brody en Manhattan no escondía nada más allá de una desavenencia liviana de caracteres. Algo anecdótico de lo que Reed Brody ni se acuerda. Pero fundamental, porque le llevó por el camino donde sigue ahora tras años de activismo dentro del campo de los derechos humanos. “En aquel papel, Cliff y yo establecimos que la República Libre de Brodania no se relacionaría con reyes ni dictadores, sino con Estados de igual a igual, sobre las bases de la democracia”. De aquella erupción que despidió la lava incipiente de su talento apenas guardaba memoria hasta que este pasado verano hurgó en los recuerdos de familia dentro de unas cajas. Allí se conservaba aquella carta magna surgida del ímpetu de principios adolescentes. Los más sólidos, puros e inquebrantables que muchos tienen en toda su vida. Entonces entendió por qué hoy está donde está.