“Un amigo me dice que inventé la memoria histórica solo que no sabía que se llamaba así”, dice Carlos Giménez. Vestido de negro, el dibujante nos recibe a mediados de enero en su casa de la calle de Atocha de Madrid, en una de las escasísimas entrevistas que ha concedido desde que decidió hace años recluirse voluntariamente en este universo interior, rodeado de libros. Un refugio acogedor a la medida de su único habitante. Padre de cinco hijos de dos matrimonios, hoy solo tiene contacto con lo que llama “sus afectos”, las personas de su círculo más cercano que le visitan. Ha notado la pandemia solo porque ha tenido que suprimir las meriendas que organizaba de vez en cuando. Pero Giménez no está enfadado con el mundo, ni se ha convertido en una especie de J. D. Salinger del cómic español. Ha encontrado una forma de ser feliz y es ante su mesa de dibujo, en sus espacios cotidianos.