Días pasados, el cocinero Carlos Torres se acercó a nuestra mesa para rallarnos a la vista una trufa negra (T. Melanosporum). Su aroma me resultó tan intenso que no pude contener los elogios hacia aquel hongo que al pasar por la mandolina resbalaba en finísimas lascas sobre una cazuela repleta de puré de patatas. Entusiasmado volví a manifestarme de la misma forma cuando la probé en compañía de su soberbio civet de liebre. Pocos minutos después en una mesa contigua del restaurante La Buena Vida donde me hallaba, un comensal se mostró contrariado: “Esta trufa ni huele ni sabe”, le dijo a su compañero de mesa.