Uno nunca sabe en qué momento se va a replantear su vida. A mí me sucedió hace dos semanas. Eran las cinco de la mañana (como en la canción de Juan Luis Guerra) cuando Atún, el pequeño de mis dos gatos, empezó a maullar y a ejercer esa estrategia de presión tan específicamente felina y tan altamente eficaz para que los humanos se despierten: pegar su cara a la tuya de tal manera que están lo suficientemente lejos como para ni tan siquiera rozarte con los bigotes, pero lo necesariamente cerca como para que sientas que están ahí, mirándote fijamente.