Es educado, guapo, tiene una voz exquisita y se comporta elegantemente. Queda bien colgado de cualquier brazo, tanto es así, que se cuelga de todos los que pagan su tarifa por sacarlo a pasear. Se prostituye. Y es un hombre. En su caso, acostumbra a acompañar a señoras solventes de empresas potentes que viajan mucho. Y que viajan a Madrid, le mandan un WhatsApp y son recogidas por él en el mismo aeropuerto. Esta era, al menos su vida, antes de que estallara la hecatombe sanitaria. Amador, llamémosle así, sacaba el dinero suficiente como para vivir en un ático en Malasaña con vistas a la plaza del Dos de Mayo. Ahora, con la pandemia, todo se ha ido al garete. Sus clientas teletrabajan desde sus casas, no viajan a Madrid y ha dejado el ático para compartir piso en Aluche. “No estoy mal. En Madrid, todavía puedo encontrar alguna clienta. Ya no puedo hacer despliegue de medios, pero hay muchas mujeres solas a las que su marido no hace mucho caso porque el negocio le va fatal por la pandemia”. Cuando le pregunto si se refiere a la hostelería suelta una carcajada. “Si te doy ese dato, alguno sabrá que me estoy tirando a su esposa. Para salvar mi culo diré que tampoco lo están pasando bien los que vendían zapatos”.