En La Habana cualquier cosa puede suceder. Eso se sabe. Lo mismo te encuentras en un hotel haciendo sándwiches a un ingeniero en extracción de hidrocarburos graduado en la Universidad del Petróleo de Bakú, que a una militante comunista que hace brujería con un amigo palero para “virarle el mundo al revés” a su exmarido y “la otra”, o te topas con un venerable grupo de bailadores de jazz que llevan más de medio siglo atrincherados defendiendo su gusto por la música estadounidense, incluidos los tiempos oscuros en que el jazz era mal visto en Cuba y considerado casi un ritmo enemigo. Otro día tienes dolor de muelas y vas a la consulta del dentista, y te encuentras allí en el sillón del suplicio al pianista Chucho Valdés hablando animadamente con un protésico dental que en sus ratos libres compone música popular, y Chucho va y le dice que la última conga que le enseñó “está buenísima” y que la va a incluir en un próximo disco que piensa hacer con su padre, el gran Bebo Valdés. Pasan unos meses, y Chucho graba La conga del dentista, y encima el álbum gana un premio Granmy.