La Semana Santa regresa a Sevilla después de dos años en los que la pandemia obligó a mantener las imágenes encerradas en sus iglesias. Hasta entonces, solo en 1933 no hubo pasos en las calles. Este año, las 60 hermandades que procesionan entre el Domingo de Ramos y el de Resurrección, sus miles de nazarenos, las decenas de músicos y costaleros que las acompañan, los sevillanos, pero también quienes vienen de otras partes de España y del extranjero, aguardan con mayor expectación que nunca la llegada de una fiesta popular que transciende lo religioso. Porque la Semana Santa sevillana embauca. Atrapa por la vista, con la belleza de las tallas, el baile de luces y sombras de los cirios y candelabros, el brillo de los palios y sus bordados o el zigzag multicolor de los capirotes. Por el oído, con el mismo silencio, con el quejido de las saetas, el roce de las túnicas o el caminar arrastrado de los costaleros en los adoquines tras el toque del llamador. Seduce también por el olfato, con el olor embaucador del incienso y el azahar que se descuelga de los naranjos. Pero también se siente —en el aliento y los empujones ansiosos del gentío, en el calor de la cera derretida o en el tacto de la madera cuando se palpa fugaz el canasto de un paso— y tiene el sabor de las torrijas, las pavías y el adobo del bacalao o los caramelos que reparten los nazarenos.