Un artículo que pretenda hablar de las cualidades de Yucatán bien podría empezar a la sombra de un paraguas en la cola de entrada al yacimiento maya de Chichen Itzá, a la sombra de una ceiba —árbol sagrado de los mayas— o a la de una palapa improvisada en una playa de Progreso. También podría hacerlo sobre una barca ante esa mancha rosa que trazan los flamencos sobre el agua de Ría Lagartos. Incluso podría comenzar en la mesa del delicado restaurante Picheta o en el mercado de Mérida, o comiendo una marquesita en el paseo de Montejo de la ciudad o en uno de los tantísimos cenotes. O cientos de años atrás cuando el mundo maya ordenaba el caos, o en cualquiera de sus reservas ecológicas. O rezando el credo yucateco que dice: “Creo en el salbute y en el panucho, en el poc chuc de Ticul, los huevos motuleños y los lomitos de Valladolid. Creo en el frijol con puerco, en la cochinita pibil, el siquilpac, los papadzules y en el dulce de papaya con queso de bola…”. A nadie le extrañaría, seguro. Pero en esta ocasión el viaje va a empezar sobre el asiento de un cuatrimoto, como llaman a los quads en el pueblo de Izamal, con las manos al volante, a punto para arrancar, dispuestos a recorrer la primera de nuestras apuestas de una posible ruta por los lugares menos conocidos de uno de los Estados más turísticos de México.