The Masked Singer no debería existir, según ciertas reglas de la televisión. En este concurso, originario de Corea del Sur, es más fácil ver a un conejo gigante con camisa de fuerza contorsionándose al ritmo de Livin’ la Vida Loca que al famoso que hay bajo ese disfraz. La iluminación es mala, y las actuaciones, peores. Y sin embargo, cuando este formato se trajo a Estados Unidos hace unos meses, fue un fenómeno arrollador. Obtuvo una audiencia notable (once millones y medio de personas vieron el capítulo final en febrero) y una robusta presencia en redes sociales. La gracia es que los concursantes son famosos, pero cantan y hablan con la voz distorsionada por un aparato y bajo ridículos disfraces. Ni los jueces saben quiénes son. La intriga alimenta y eleva el extraño espectáculo. “Solo porque algo sea tan bobo no implica que no pueda ser divertido”, escribió la crítica televisiva de The New Yorker, la ganadora del Pulitzer Emily Nussbaum, al recomendarlo.