El éxito de Operación Triunfo ha funcionado hasta ahora en ciclos de tres: una primera edición elevada a fenómeno sociocultural (2001, 2005, 2017), seguida por un éxito moderado que presta más atención a factores extramusicales (las teorías conspirativas de 2002, Risto Mejide en 2006, la apatía de los concursantes en 2018) y una tercera en la que ya nadie puede disimular su agotamiento: ni la organización, ni el formato, ni el público. Por eso la edición que arrancó anoche sabe que, como tercera de su ciclo, le va a costar menos echar a andar que a sus diez predecesoras (fue la gala 0 más solvente a nivel técnico, de tono y de ritmo presentando a los concursantes), pero lo tendrá más difícil que ninguna para volar alto. De entrada, eso sí, parte con la ventaja de que ver OT siempre es como visitar a la familia: si sale bien te recuerda a la felicidad del pasado y si sale mal al menos puedes comentarlo con los amigos.