La investigadora del CSIC Leonor Peña-Chocarro sonríe al oír hablar de semillas como si acabásemos de descubrir el bálsamo de Fierabrás, esa poción mágica del Quijote capaz de curar cualquier dolencia del cuerpo y del alma. Experta en arqueobotánica y curiosa por la dieta de nuestros antepasados, esta científica asegura que las semillas ya tenían un papel fundamental en la manera de comer en la Antigüedad. Su uso es tan viejo que el yacimiento con semillas más antiguo conocido es el paleolítico de Gesher Benot Ya’Aqov, en Israel, con una cronología de unos 750.000 años. En sus investigaciones, Peña-Chocarro las ha encontrado carbonizadas, como resultado de procesos de manipulación durante la preparación de comida o por algún incendio; pero también en ambientes húmedos o mineralizadas y desecadas. En la península Ibérica, se introdujeron especies como la escanda, los mijos, el centeno o los frutales durante el primer milenio a.C. “Crudas, tostadas, cocidas, asadas, convertidas en harina o mezcladas con otros alimentos, las semillas han sido siempre una parte fundamental de la dieta humana”, advierte la científica.