El otro día me quedé sin smartphone y entré en el pánico contemporáneo, sin conexión, sin mail, sin llamadas, en el ostracismo digital, desterrado a la mera existencia física: ya solo era mi cuerpo y nada más. Entonces reparé en esas cosas que de tanto verlas ya no ves: las dos cabinas telefónicas que resisten delante del portal de mi casa (que ni es casa ni es mía). Si me hubieran preguntado si existían hubiera dicho que no, pero allí estaban. Me dispuse a hacer una llamada, insertando algunos centimillos, pero, claro, no estaban operativas. En los bares circundantes tampoco quedaban teléfonos públicos, de aquellos que eran de plástico verde. Me quedé sin poder contar mi cháchara irrelevante.