El Valentino negro con el que Julia Roberts recogió su Oscar en 2001; el vestido con forma de cisne de Marjan Pejosk que eligió Bjork ese mismo año; el Versace de raja infinita que convirtió a la pierna de Angelina Jolie en protagonista de la edición de 2012; el Dior blanco con el que Jennifer Lawrence casi besa el suelo en 2103 o el miu miu rosa que marcaba los pezones de Anne Hathaway. Son algunos de los diseños que han pasado a la historia de la alfombra roja y que ya forman parte del imaginario colectivo. No siempre fueron los más elegantes o alabados, pero sí los más comentados. Y reportaron a las marcas escogidas una repercusión mediática y un prestigio que ninguna campaña de publicidad al uso podría haberles granjeado. Con el tiempo y la profesionalización del evento, las firmas comprendieron que la mejor forma de asegurarse este impacto informativo era por la vía contractual. Depender del capricho de las estilistas o de la a veces volátil amistad de los actores suponía una apuesta demasiado arriesgada. Y lo que está en juego —uno de los anuncios más rentables de la historia con 30 millones de espectadores— bien merece convertir a los nominados en imagen de un perfume, una línea de maquillaje o una colección.