“Quiero ser un virus en la institución”, anunció Félix González-Torres en 1994, durante una conversación con el artista estadounidense Joseph Kosuth. “Todos los aparatos ideológicos se están replicando porque es así como funciona la cultura. Si funciono como un virus, un impostor, un elemento infiltrado, podré replicarme con estas instituciones”. En tres frases escasas, el artista cubano sentaba las bases de su práctica artística, pero también de su proyecto político. Uno de sus correligionarios en el Nueva York de los ochenta, Keith Haring –que nació un año después y murió seis antes que él, víctima de la misma enfermedad—, funcionaba, pese a las diferencias de forma, de una manera casi idéntica: adoptando los códigos gráficos del mundo capitalista para inocular en él ideas susceptibles de destruir su dogma blanco y heterosexual. Cada dólar gastado en ese sinfín de productos derivados de sus obras supone una victoria adicional para su causa.