Hace poco, durante una jornada sobre convivencia lingüística en Barcelona, se me acercó una señora. Esto me dijo: “Yo, últimamente, cuando viajo por España con mi marido, me fijo en los pueblos y ciudades que me gustan. Para mudarme en cuanto me jubile. Yo aquí ya no quiero vivir. Y le digo una cosa: ninguno de esos pueblos y ciudades está cerca de donde nací. Nací aquí, en Cataluña, pero me cansé del desprecio. Ahora, subo al autobús y ya no saludo en catalán: digo ‘buenos días’, para que sepan que los castellanohablantes somos educados”. Tristes palabras que compendian las consecuencias humanas del secesionismo. Para muchos españoles, vivir bajo la coacción identitaria del nacionalismo, hostigados por sus propias instituciones, es algo que ya no merece la pena. La cláusula oculta del acuerdo es ahora manifiesta: no basta sentir afecto por lo propio catalán; hay que renunciar también a lo común español.