Son las cinco treinta de la mañana. Hoy es sábado 28 de marzo de 1942 y en la enfermería de la prisión todo huele a yodo, a silencio y a final. Según hace constar el jefe de los Servicios Médicos del reformatorio de adultos de Alicante, acaba de fallecer “el recluso hospitalizado en esta Enfermería, Miguel Hernández Gilabert, a consecuencia de Fimia pulmonar. Ha recibido los Auxilios Espirituales”. El cadáver, sin embargo, tiene los ojos abiertos como dos piedras azules. Nadie, ni el enfermero de imaginaria Vicente Beneyto Saura, ni el auxiliar Blas Parreño Morell, que se encargan de amortajarlo, logran cerrarlos.