La sensación es subjetiva y por lo tanto sesgada o falsa, pero la que me domina en estos primeros meses del año es melancólica: se están muriendo personas admirables, o por lo menos estimables. Cada vez temo más mirar las necrológicas. De hecho no me gusta que desaparezca nadie —por así decir— “de mi época”, lo cual significa sólo que eran individuos que estaban ahí desde que guardo memoria, o desde mi juventud. Hasta quienes me caían mal lamento que dejen de estar en el mundo “acostumbrado” (no lo lamento si se trataba de dictadores que han hecho sufrir a demasiados, o de asesinos sin escrúpulos, o de seres venenosos y dañinos). Pero si se esfuman quienes me han provocado placer o iluminaciones o emoción, o me han ayudado a pensar o me han divertido, la desolación se me impone y sé que me va a faltar su “compañía”. Y que algunos hayan gozado de muy larga vida no es sino un muy leve consuelo, expresado en este simple pensamiento: “Sí, podía haber sido peor. Sin embargo, no deja de ser un desastre”.