La fe, es decir, la capacidad de sostener como cierto algo que no necesariamente puede ser comprobado (y que, de hecho, ignorará cualquier clase de ejercicio de confirmación o desmentido, porque se basa en convicciones y emociones preexistentes y no en razonamientos verificables más allá de las meras teorías y deseos), es una característica indispensable para el pensamiento religioso. El alma, la vida después de la muerte, el juicio que compensará a los mansos y castigará a los pecadores, etcétera, son cosas imposibles de demostrar y, sin embargo, millones de personas las sostienen como verdades y, más aún: actúan tal y como si lo fueran. Y eso no se puede discutir, porque la fe y la realidad existen en niveles diferentes del pensamiento. No hay manera de decirle a alguien “tú no tienes fe en eso”, por más absurdo que nos parezca.