En esta era de la tecnología y el automatismo, se te queda cara de idiota cuando vas a coger el coche, como me ha pasado a mí, y ese acto mecánico, nunca mejor dicho, se convierte en paralización y oscuridad; no funciona la apertura a distancia de las puertas y tienes que recurrir a una llave supletoria. Todo es tiniebla dentro del vehículo; intentas arrancar, no se enciende ni la más mínima luz, no sabes qué hacer; bueno, sí, lo de siempre, llamas al seguro, viene la grúa, te reanima la batería… al taller a buscar solución a tanta tiniebla. Hay momentos en estos tiempos tan avanzados y pagados de sí mismos en que momentáneamente volvemos a la era de las cavernas. Es como un imprescindible aviso a caminantes, es decir, que todo se puede quebrar y romper, máquinas, cosas y vidas. Y el coronavirus recorriendo el mundo a sus anchas, sembrando confusión y miedo por todas partes; también impotencia al comprobar que, a pesar de tantos avances médicos y científicos, somos muy vulnerables y frágiles. Algo es algo, pero no lo suficiente como para que no seamos conscientes, como sucede muchas veces, de que no somos inmortales y que todo es perecedero.