Si hay una cosa que el confinamiento por el coronavirus ha metido en la pituitaria de los españoles es el olor a lejía. Está en las casas, los descansillos de las comunidades y hasta en las paradas de autobús. El comprensible afán por desinfectar cada grifo, interruptor y picaporte se ha convertido en una necesaria costumbre, pero también ha puesto de manifiesto que no siempre se sabe lo que sería deseable acerca de los productos de limpieza. El aumento de llamadas al Servicio de Información Toxicológica (SIT) durante el último mes y medio, respecto al mismo periodo del año pasado, es una muestra de ello. Más de la mitad de las comunicaciones requería información acerca del uso de la lejía y otros desinfectantes, y muchas veces estaba motivada por la peligrosa, y potencialmente letal, práctica de mezclar productos químicos. Usar estos productos no es difícil, pero sacarles el máximo partido y minimizar sus riesgos requiere conocerlos con cierto detalle.