Había terminado a una hora tardía el almuerzo de presentación de un libro suyo y ya no quedaba casi nadie en el restaurante. Se habían ido los periodistas, y casi todos los invitados, y a nosotros también, mi mujer y yo, nos llegaba el momento de despedirnos, aunque era difícil, porque José Mari Calleja era una de esas personas que tienen el don de prolongar sin esfuerzo ni fatiga la duración de las comidas y las sobremesas. José Mari era una de esas personas de gran envergadura física que estrujan la cara cuando dan un beso y dejan dolorida la mano después de un apretón, y abrazan como si cada encuentro estuviera sucediendo después de una separación de años. Su voz era muy poderosa y su carcajada podía atronar la sala llena de murmullos de un restaurante. Por eso impresionaba más cuando se quedaba serio, cuando lo abatía un nuevo golpe de horror en aquellos años de ignominia diaria, cuando él y tantos como él se acostumbraron a vivir en un confinamiento mucho más angustioso que el de ahora. Cualquier día, a cualquier hora, en cualquier sitio, podía reventarlos una bomba instalada debajo del coche o se les podía acercar por detrás el cañón de una pistola. José Mari, como tantos, había tenido que irse del País Vasco, y ahora vivía en Madrid, pero seguía rodeado de medidas de seguridad y acompañado de unos policías de escolta que ya eran amigos suyos. Ese día, después de la presentación, habíamos charlado, reído, despotricado tanto, que cuando nos marchábamos nos sorprendió que José Mari, que nos acompañaba, se detuviera justo antes de salir, sin pisar la acera. A nosotros se nos había olvidado momentáneamente, pero no a él: “Tengo que esperar a los escoltas”.